Eccediciones
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Tierra maldita y jinetes incómodos

Empieza con fuegos que arden bajo tierra y termina con una mansión ardiendo.

Los fuegos aún arden bajo el suelo (en la vida real, igual que en estas páginas), pero en cuanto a la plantación y a las cenizas de una mansión destrozada... Bueno, eso lo dejamos atrás hace tiempo.

¿Escudriñamos las cenizas juntos?

Aquí mismo, entre dos cubiertas, se encuentra el fin de nuestro arco inicial en La Cosa del Pantano, la conclusión de la búsqueda de nuevos terrenos con Los periódicos de Nukeface, una historia de dos partes, y el principio de un tímido viaje que Alan llamó Gótico americano.

Estas historias, publicadas originalmente en The Saga of the Swamp Thing del 35 al 38 y Swamp Thing del 39 al 42 (1985), supuso un cambio importante en la colaboración creativa que compartimos Alan Moore, John Totleben, Rick Veitch y yo en la “época de la ensalada”, cuando trabajábamos bajo la mano firme de la editora Karen Berger. Fue el segundo cambio importante, y lo planeamos como una especie de fin y nuevo comienzo.

El plan, como lo llamaba Alan en la época, consistía en cambiar de aires para crear algo distinto, “una especie de versión de Easy Rider hecha por Ramsey Campbell”. Por muchos motivos, John y yo les dijimos a Alan y a Karen que dejaríamos la serie en el número 50, si es que durábamos tanto. Rick Veitch sería el dibujante regular a partir de entonces. Alan sopesó las sugerencias argumentales que John y yo le habíamos enviado desde que habíamos empezado a trabajar juntos, incluidas las que habían apuntado nuestros amigos. Después, planificó cómo manejar las ideas, los personajes y los conceptos para convertirlos en un tapiz coherente que culminaría en algo especial.

La revisión de los años ochenta que hizo Alan de Easy Rider empezó en Patrones de crecimiento (The Saga of the Swamp Thing núm. 37), que presentó a John Constantine. John Totleben y yo ya habíamos mostrado su rostro en el fondo de una viñeta de un número anterior (véase el número 25, página 21, viñeta 2), un cameo inspirado por el cariño mutuo que sentíamos hacia Sting, de The Police. Alan concibió al John Constantine que tanto queremos mezclando la cara del cantante (y de Aceface, el personaje que interpretaba en la película Quadrophenia) con elementos de fatalismo punk, con Jerry Cornelius (un personaje de Michael Moorcock) y una gran tradición de detectives ocultistas que se remontaba al Mile Pennoyer de Margery Lawrence y al Jules de Grandin de Seabury Quinn. Rick Veitch, nuestro compañero de viaje (y alumno de la Kubert School) fue el primero que dibujó al verdadero John Constantine en Patrones de crecimiento, así que también desempeñó un papel importante en la creación del personaje.

El episodio en cuestión, Patrones de crecimiento, supuso el principio de Gótico americano, de John Constantine y de Vertigo, pero no el principio de la recopilación que estáis a punto de leer.

***

Empieza con un guion resucitado y termina con la resurrección de los muertos.

En el género de terror, la resurrección es un tema habitual que se aplica a múltiples niveles a las historias que siguen.

Colectivamente, estábamos tan exhaustos como entusiasmados después de los números anteriores, de la épica trama que empezó con Amor y muerte y terminó con el especial Abajo, entre los muertos, al que siguió mi historia favorita, aquel breve respiro para los amantes, para Abby y la Cosa del Pantano, que titulamos El rito de la primavera. Dicho episodio lo inspiró una postal que envié a Alan y que formaba parte del intercambio habitual de largas cartas y llamadas telefónicas aún más largas.

Cuando trabajábamos en Abajo, entre los muertos, le había enviado la postal en cuestión diciéndole: “Si Abby fuera una mujer de verdad, con lo que le hemos hecho pasar, ya estaría encerrada en un psiquiátrico. ¿Por qué no les damos un respiro a Alec y a ella y pasamos un día tranquilo en el pantano mientras se relajan y disfrutan el uno de la otra?”. De aquello, Alan sacó algo extraordinario, y John y yo nos esforzamos para hacer justicia al guion de El rito de la primavera.

Sin que lo supieran nuestros lectores, que cada vez eran más, Alan había hecho maravillas con un personaje concebido por John Totleben. A partir de unos bocetos que él y yo habíamos enviado a Marty Pasko (el anterior editor de The Saga of the Swamp Thing) y, después, al propio Alan, este pulió la idea y la convirtió en un borracho adicto a los residuos tóxicos llamado Nukeface.

John lo había creado a finales de los años setenta, época en que compartía casa en Dover (Nueva Jersey) conmigo, con Rick Veitch y con Tom Yeates, el primer dibujante de la serie. Entre los bocetos y los garabatos de John, se encontraba un vagabundo gordinflón y enfermizo que sonreía y cuyos ojos brillaban desde unas cuencas cenicientas. Parecía un tipo amable, pero era letal. John llamó al boceto “Nukeface”, y nos echamos unas risas... pero nunca nos olvidamos de él.

Cuando Tom Yeates se hizo con el dibujo de la nueva serie de la Cosa del Pantano, ahí estaba Totleben, ayudándole sin figurar en los créditos a partir del segundo número. De todos nosotros, era él quien más cariño y afinidad sentía por el personaje original de Len Wein y Berni Wrightson, y en cuanto Tom se enteró de que había conseguido el empleo, empezamos a compartir ideas para el personaje. Las mejores fueron las de John.

Cuando el editor Len Wein nos escogió a él y a mí para dibujar la serie a partir del número 16 (1983), estaba mirando dos carpetas con muestras donde se encontraba el borrachín de John. Dibujé unas páginas que él entintó donde aparecía una rana mutante gigante, y John dibujó otras que entinté yo donde Nukeface ofrecía a la Cosa del Pantano una lata oxidada llena de un brebaje humeante. Aquellas páginas nos garantizaron el trabajo, pero Nukeface siguió sin utilizarse. Las mejores ideas de John, incluyendo la de visualizar a la Cosa como un ser completamente vegetal y no como un hombre patético atrapado en un cuerpo monstruoso, no salieron adelante hasta que Alan tomó las riendas del guion, y lo mismo ocurrió con Nukeface.

Mientras tanto, John y yo habíamos creado otra historia para una posible aventura de la Cosa del Pantano inspirada por el infierno subterráneo y real de Pensilvania, su estado natal. Fundada en 1866, Centralia (Pensilvania) era una ciudad minera que no hay que confundir con la Centralia (Illinois) famosa por la explosión que, en 1947, mató a más de 100 mineros. Y como todas las ciudades que se dedican a dicha actividad, había sufrido un buen número de tragedias: hundimientos, incendios, huelgas y cosas peores. Maldita por un sacerdote católico en el siglo XIX (“¡Algún día esta ciudad quedará borrada de la faz de la Tierra!”), Centralia estaba literalmente condenada al Infierno cuando la mina se incendió en 1962. El fuego se extendió por los extensos túneles que había bajo la ciudad, y aún sigue ardiendo hoy en día. A partir de los informes sobre unos accidentes de 1981, cuando rescataron a un niño de un pozo incendiado que se había abierto en su jardín y tuvieron que ingresar a los residentes por inhalación de humo letal, John y yo investigamos aquella catástrofe como pudimos en una época en que no existía internet, y se lo enviamos todo a Alan.

Desde que Los periódicos de Nukeface se publicó en 1985, en Centralia la cosa ha empeorado. Los intentos de extinguir los incendios han fracasado y, después de tres décadas de un infierno subterráneo que cumplió la maldición del cura, llegaron años de expropiaciones. Al final, el estado dio por perdido el pueblo entero y evacuó a la población que quedaba. Hoy en día, solo quedan nueve habitantes muy obstinados (1).

Originalmente, Alan escribió la primera parte de Los periódicos de Nukeface para The Saga of the Swamp Thing núm. 29, y terminó el guion completo dos días antes de la fecha de entrega prevista por Karen Berger, la nueva editora desde el número 25. Karen tuvo que tomar la difícil decisión (pero correcta a nuestro pesar) de archivar el guion para el futuro, y pidió a Alan que escribiera desde cero un episodio nuevo en solo dos días. Consideraba que, en aquel momento, la serie requería una historia menos fúnebre y más intrigante, más accesible que Los periódicos de Nukeface. Así pues, Alan hizo un esfuerzo sobrenatural y maratoniano para escribir Amor y muerte sin que ninguno nos retrasáramos y consiguiendo que fuera el episodio más terrorífico de toda la etapa. Mientras, Los periódicos de Nukeface se quedó en el cajón de Karen, pero no durante mucho tiempo.

Tal como han afirmado expertos en terror y lectores como Bob Heer durante estos años, Los periódicos de Nukeface tuvo una precursora. Steve Ditko había dibujado en la época anterior al Comics Code una historia de escritor desconocido que se titulaba Doom in the Air (publicada en 1954 por Charlton Comics en The Thing núm. 14). Desde el punto de vista narrativo, las dos historias no se parecen en nada. Doom in the Air trata de la víctima de un entierro prematuro que resucita por culpa de una prueba nuclear. Se convierte en una pesadilla radiactiva ambulante cuya proximidad resulta letal. La historia termina con el no muerto subiendo a un tren dispuesto a vengarse “aunque tenga que llegar al fin del mundo”.

La última viñeta tiene un parecido espeluznante con la última página de Los periódicos de Nukeface aunque ninguno hubiéramos visto la historia de Ditko antes de enviar a nuestro vagabundo tóxico a un viaje feliz (2).

Otra cosa: los recortes de periódico que pegué a las páginas no estaban sacados de ningún archivo de artículos de temas similares. Los extraje del diario que leía durante las ocho o nueve semanas que pasé dibujando aquellos números, y no me costaron de encontrar. Los accidentes, la polémica sobre la energía nuclear, los vertidos de residuos nucleares y tóxicos, las fugas y las tapaderas eran una constante en las noticias de la época.

Aquellos horrores se solaparon con mi propia experiencia. John, Rick, Tom Yeates y yo aún vivíamos en Dover cuando se produjo el accidente en la central nuclear de Three Mile Island, cerca de Harrisburg (Pensilvania). Las noticias se sucedían y John y yo planeamos una ruta de escape de Nueva Jersey a Vermont con el coche de John por si ocurría lo peor. Pero la central de Vermont está a media hora de la casa de Wilmington donde dibujé Los periódicos de Nukeface. También era (y sigue siendo) una presencia constante en la prensa.

Lo más raro es que casi me meto en una nube tóxica cuando llevaba los originales de la historia. Mientras trabajaba en la segunda parte, fui en coche de Wilmington a la cer- cana Greenfield (Massachusetts) para fotocopiar las páginas que iba a enviar a Karen por correo urgente aquel mismo día. Mientras iba por el Mohawk Trail, una nube oscura se cernió sobre la ciudad. ¿Sería humo? Al ir de la copistería a correos, quedó patente que la gente estaba cada vez más alarmada, y me enteré de que había descarrilado un tren al Oeste de Greenfield y que estaba ardiendo un camión cisterna de productos químicos tóxicos. Tras enviar el cómic, me fui corriendo y, al volver a casa, llamé a Karen para contárselo.

La editora me dijo: “Tendrías que haberme enviado las páginas desde otra oficina de correos”.

Vuelve a casa, Nukeface.

***

Empieza con periódicos rotos y termina con entradas rotas.

Como buen equipo que tenía mucha química, Alan, John y yo llevábamos meses planificando la historia de los vampiros acuáticos que se publicó en los números 38 y 39. Aún siento mucho cariño por aquella trama de dos partes basada en una historia de Martin Pasko y Tom Yeates anterior a nuestra etapa (La ciudad se ha convertido en sangre, de The Saga of the Swamp Thing núm. 3, julio de 1982). Los autores habían cerrado la historia de Rosewood (Illinois), la ciudad infestada de vampiros punk, derribando la presa y dejando que un tsunami de agua disolviera a los chupasangres. Nosotros tres íbamos a recuperar Rosewood para desvelar que aquellos vampiros habían mutado y que seguían adelante con su no vida como las sanguijuelas más gordas del pantano. Teníamos muchas ganas de realizar aquellos episodios.

Recuerdo con mucho cariño la visita que Alan y John me hicieron a mi casa de Vermont. Los tres preparamos los detalles del relato de los no muertos acuáticos mientras deambulábamos por los senderos que hay cerca de mi casa mientras mi hija Maia parloteaba felizmente detrás de nosotros. Le gustaba agarrarnos de la mano a Alan y a mí, y a veces levantaba los pies y se columpiaba entre nosotros mientras gritaba: “¡Yujuuu!”. Y mientras, los adultos discutíamos la fisiología y el ciclo vital de unos vampiros anfibios, y también la forma de exterminarlos. Alan recordaba elementos de Soy leyenda, la clásica novela de Richard Matheson, según la cual un vampiro se desintegraba cuando la estaca hacía que entrara oxígeno en su hermético cuerpo. Así pues, nos pusimos en marcha. Maia, muy contenta, ignoraba tan aciaga conversación y volvía a columpiarse. “¡Yujuuu!”

Por desgracia, cuando la trama ya estaba lista, me retrasé tanto al enviar las primeras páginas de la parte uno (Aguas tranquilas) que a Karen no lo quedó otra que sustituirme por Stan Woch, que hizo un trabajo estupendo, y yo me puse a dibujar la segunda parte (Cuentos de pescadores) para que no hubiera retrasos.

Castigado con razón y con las pilas cargadas (en parte por la furia y la frustración que me hacía sentir mi eterna batalla contra las fechas de entrega), puse toda la carne en el asador en Cuentos de pescadores y La maldición, el número 40, que también se basaba en parte en las propuestas que John y yo habíamos enviado a Alan y a Karen.

Mi aportación a La maldición nació de una colaboración que hice para la revista Heavy Metal en 1980. Se trataba de un artículo sobre el fracaso profesional de un escritor de ciencia ficción que yo me había inventado y que se llamaba Curtis Slarch. Lo ilustré con las solapas de libros imaginarios entre los que figuraba Lunia Bridge, un relato corto de Slarch de 1960 del que nadie se acordaba. A John Workman le gustaron los dibujos, pero le pareció que el formato del artículo no encajaba, así que lo rechazó y quedó relegado a mi archivo de desechados. De aquella propuesta, extraigo ahora la sinopsis de Lunia Bridge:

“El prólogo presenta a Lunia, un ser estelar femenino que... establece un vínculo psíquico con un terrícola... cuya biología distorsiona la influencia alienígena de los ciclos lunares femeninos de Lunia y lo convierte en un licántropo. El baño de sangre hace que nuestro hombre lobo se exilie a los bosques de Canadá, donde Lunia y él se realizan experimentando con su ‘yo bestial’ en todo su esplendor.”

Era un simple giro con que sugerir que planeábamos vincular el ciclo menstrual con el ciclo de la luna y la licantropía para dar nuestra versión del arquetipo del hombre lobo. Alan consiguió que funcionara de maravilla al aunar aquel concepto con el retrato del maltrato doméstico, con la estigmatización generacional de “la maldición” y con el calvario de una mujer.

Por increíble que parezca hoy en día, La maldición suscitó cierta polémica. En la época anterior a Vertigo, hubo observadores (incluido el que entonces era director editorial de Marvel) que vapulearon el número por considerarlo una ofensa a la industria. Con el Comics Code o sin él, la menstruación seguía siendo un tabú. De otros lares llegó una afirmación aún más apabullante según la cual La maldición estaba anticuada porque en nuestra avanzada sociedad ya no existía el maltrato doméstico. El debate sobre el tema calentó la sección de cartas de los lectores (3).

Dar con un enfoque visual fresco para la transformación del hombre lobo era un desafío. Alan planteó que el lobo hiciera pedazos su disfraz humano igual que una serpiente se deshace de la piel, y en aquel momento nos pareció muy original. Cuando vimos En compañía de lobos, una película de Neil Jordan (estrenada en Reino Unido en septiembre de 1984 y en Estados Unidos en abril de 1985), nos sentimos desolados, pero hicimos lo que pudimos. Lo único que me frustró de dibujar aquel episodio (aunque siguiera adelante porque me lo ordenaron tanto Alan como Karen) fue la idea de que el gerente de un supermercado fuera tan tonto como para montar una exposición de cuchillos de cocina con las puntas hacia fuera. Como hijo del propietario de una tienda de comestibles que ha repuesto estantes y que trabajó allí desde los seis años, sabía que aquello no se hacía así, pero cerré el pico y me ceñí al guion.

Ojalá hubiera sido tan fiel al guion en el último capítulo de nuestra historia de zombis y vudú, Frutos extraños, porque aún tengo la sensación de haber jorobado la página 20. Entre que me costó seguir el esquema de seis viñetas y que Ron Randall, el entintador invitado, no interpretó del todo bien mis lápices, se perdió una parte importante de la página al reimprimirla. En la penúltima viñeta, Billy, el actor, cree que le han arrancado la piel. En el cómic original, el color del pecho y los brazos era el correcto (el de la carne desollada), pero durante la reimpresión se cometió un error y se le pintó la piel tan marrón como el rostro. Pero esto, y me alegro de decirlo, se ha corregido en esta edición en tapa dura.

Ojalá pudiera decir que Cambio sureño y Frutos extraños me parecen anticuadas. Se escribieron y dibujaron una década después de que Paramount Pictures arrasara en taquilla con películas como La leyenda de Nigger Charley (1972), El alma de Nigger Charley (1973), Mandingo (1975) y su secuela Drum (1976), títulos que hoy en día no se consentirían en un anuncio de periódico ni en la cartelera de unos multicines. La plantación y el escenario gótico que creó Alan se basaban en gran medida en el recuerdo de aquellos excesos cinematográficos y también en la vergonzosa historia de Estados Unidos que se escondía tras ellos. Dada la descarada retórica racista que aparece en la prensa hoy en día, cuando nos acercamos al segundo año de mandato del primer presidente afroamericano de la historia del país, estos dos capítulos de Gótico americano están más vigentes que nunca.

En aquellos momentos, ya no me divertía tanto con La Cosa del Pantano. Marlene, mi primera esposa, y yo esperábamos a un nuevo hijo, y me quedaría corto si dijera que me costaba compaginar las exigencias de un cómic mensual con ocuparme de mi familia. Me encanta el final de Frutos extraños (con el zombi que se siente tan cómodo como en un ataúd trabajando en la taquilla de un cine de serie B cuyas paredes están adornadas con recortes fotocopiados de mi colección de carteles de ese tipo de películas), porque reconozco que concuerda con cómo me sentía en aquella época. Pero al contrario que el zombi taquillero, yo no estaba contento sintiéndome encajonado.

Aunque Alan incorporó tantas ideas de John y mías como pudo, lo cierto era que había planeado Gótico americano tan a conciencia que ya tenía preparado un año (e incluso más), y el calendario de producción estaba cerrado. Aquello, junto con mi eterna incapacidad para sacar 23 páginas en sendos días, obligó a que otros dibujaran historias como Danza fantasmal, la del número 45 (que salió de una sugerencia de mi buen amigo Jim Wheelock de ambientar un cuento de fantasmas en la célebre Winchester Mystery House de California).

Además, mientras me esforzaba en seguir el ritmo del calendario, Alan, por supuesto, escribía muchas más páginas de cómic de las que John y yo podríamos dibujar en la vida (incluidas otras series, como su colaboración con Dave Gibbons en la fundamental Watchmen, que ya se estaba preparando). Por mucho que disfrutara viéndolo explayarse creativamente en proyectos ajenos a La Cosa del Pantano, me sentía como una oruga que observaba cómo una mariposa había salido de su capullo y había levantado el vuelo.

Tras dos años de trabajo ininterrumpido, había aprendido mucho de Alan, de John y de Rick, y también de los editores, Len y Karen. Y cuando se acercó el momento de entregar los últimos episodios de Gótico americano, me moría de ganas por aplicar aquel conocimiento en otros lares.

Pero eso ya es otra historia.

***

Pero ya está bien de hablar de lo que ocurría y de lo que no se decía, no se podía decir o no se debía decir.

Lo que importa es lo que hicimos, lo que se escribió, lo que se dibujó y lo que estáis a punto de leer.

Las cenizas ya se han enfriado, pero los surcos de la plantación siguen siendo fértiles, y la ceniza es un fertilizante excelente... siempre que Nukeface no la contamine.

Estas semillas aún están vivas. Con un poco de atención y una pizca de agua, aún se le pueden sacar brotes verdes.

Pero tened cuidado: las brasas subterráneas siguen humeando debajo de nosotros.

Empieza con fuegos que arden bajo tierra y termina con una mansión ardiendo.

Stephen R. Bissette
En las montañas de la Locura (Vermont) Marzo de 2010

(1) Se han escrito muchos libros y se ha rodado por lo menos una película sobre los incendios subterráneos de Centralia. Véase The Town that Was: A True Story (2007), un documental de Chris Perkel y Georgie Roland, y léanse Unseen Danger: A Tragedy of People, Government and the Centralia Mine Fire de David DeKok (1986, revisado en 2000), The Day the Earth Caved in: An American Mining Tragedy de Joan Quigley (2007) y Fire Underground: The Ongoing Tragedy of the Centralia Mine Fire de David DeKok (2009).

(2) Véase el ensayo de Bob Heer titulado It Stalks the Public Domain – Doom in the Air, del blog sobre Steve Ditko, 20 de mayo de 2009 (http://ditko.blogspot.com/2009/05/it-stalks-public-domain-doom-in-air.html).

(3) Las cartas, y la respuesta de Alan, se publicaron en Swamp Thing núm. 46. Véanse también las páginas 36 y 37 de Critics’ Choice Files Magazine Spotlight: Swamp Thing: Green Mansion de Martin Cannon (1987, Psi Fi Movie Press, Inc.) para leer una opinión contundente de La maldición que refleja parte de la postura de la industria de la época.

Introducción publicada originalmente en las páginas de La Cosa del Pantano de Alan Moore: Libro 3 (de 6).