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La más bella del reino

Blanca Nieves es una de las principales protagonistas de Fábulas desde el principio de la serie, y no es ninguna casualidad. No en vano, hay pocos personajes de la cultura popular que sean más conocidos que ella, en buena medida gracias a la celebérrima película de animación de Disney, el primer largometraje de esas características, cuyo estreno se remonta a 1937. No obstante, como en tantos otros casos, esa versión dulcificada carece de la contundencia del relato original de esta princesa, publicado en 1812 y escrito por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm.

Schneewittchen, título original del cuento en alemán, comenzaba con el nacimiento de una princesa blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano. Su madre murió poco después del parto y su padre, el rey, se casó con una mujer tan malvada como bella. Cuando la pequeña llegó a cierta edad, desbancó a su madrastra como mujer más guapa del reino, con lo cual esta encomendó a un cazador que la llevara al bosque, la matara y le llevara como prueba de la fechoría sus pulmones y su hígado. Pero el pobre hombre no se vio capaz, así que la dejó libre con la esperanza de que algún animal salvaje hiciera su trabajo. Blanca Nieves se refugió en casa de unos enanos, pero no pudo evitar que la reina la encontrara y la envenenara con la famosa manzana. Por suerte para ella, un príncipe la encontró, la salvó y fueron felices para siempre.

Hasta ahí, el relato concuerda con el filme de Disney, que omitió algunos detalles truculentos marca de la casa de los Grimm. Según estos, la reina intentó matar a Blanca Nieves hasta en tres ocasiones: con un corpiño que debía asfixiarla, con un peine envenenado y, finalmente, con la manzana. Además, el príncipe no la despertaba con un romántico beso, sino que la joven escupía el pedazo de manzana debido a un accidente sufrido al mover el ataúd de cristal en que la habían depositado los enanos. Y las consecuencias para la madrastra fueron mucho más salvajes: la obligaron a bailar con unos zapatos de hierro al rojo vivo hasta que el dolor la mató.

La suculenta historia recibió diversos “homenajes” casi de inmediato, con obras tan notables como El cuento de la princesa muerta y los siete caballeros del poeta ruso Alexander Pushkin, pero la explosión de popularidad no llegó hasta la mencionada película de Disney, que, además de los cambios que ya hemos abordado, también dio nombres de pila a los enanitos y los convirtió en elementos dicharacheros y casi humorísticos que en otros contextos no han sido tales. A partir del estreno de la cinta, el personaje entró por todo lo alto en el folclore popular, y es poco probable que quede algún habitante del planeta que no haya oído hablar de la princesa, la madrastra, el cazador, el príncipe y los enanitos aunque les resulte culturalmente ajeno.

A esto han contribuido durante los últimos tiempos dos adaptaciones notables del cuento que han disfrutado de un inmenso éxito internacional. Una de ellas es otra película, Blancanieves y la leyenda del cazador (Rupert Sanders, 2012). Mucho más solemne que la inclasificable Mirror, mirror de Julia Roberts, la película intentó recuperar el espíritu tétrico de los relatos de los Grimm aunando elementos habituales del género fantástico desde que El señor de los anillos de Peter Jackson lo revolucionase a principios de siglo. La reina de Charlize Theron no daba pie a ningún tipo de ambigüedad. Mala, malísima, lo peor. Y sin ningún atisbo de redención, cosa que no sucede con la otra adaptación importante. Se trata, cómo no, de la televisiva Érase una vez (2011-), un ambicioso proyecto de la cadena estadounidense ABC que, aunque incluya a personajes de casi todos los cuentos de hadas posibles, da mayor importancia a Blanca Nieves y su linaje. La reina de Lana Parrilla también da miedo en ocasiones, pero tiene un pasado trágico y cierto corazoncito que en ocasiones puede llegar incluso a dulcificarla en exceso. Y mientras, en el extremo contrario, Blanca Nieves, el Príncipe y sus descendientes muestran una bondad absoluta a prueba de todo tipo de adversidad.

Pero claro, cuando una es una princesa de cuento felizmente casada, es fácil ser buena. Ahora bien, ¿y si se hubiera divorciado del Príncipe después de alguna que otra infidelidad? ¿Y si se hubiera pasado varios siglos intentando gobernar y ocultar a toda una comunidad de personajes de cuento que han tenido que abandonar sus hogares? Esta fue la premisa que utilizó Bill Willingham para “su” Blanca Nieves, la de Fábulas, que ya no es una chica guapísima que canta acompañada por los ciervos y los pajaritos que se posan grácilmente en sus brazos. Aquí, es una mujer hecha y derecha, con cierta mala leche, que es capaz de mantener a raya los desmadres de sus compañeros de aventuras. Desde que comenzara esta serie, Blanca ha sido teniente de alcalde, se ha enamorado del Lobo Feroz, se ha casado con él, ha parido a siete cachorros voladores... y lo que le queda.

Y es que, como bien sabemos a estas alturas, el único límite que tiene Willingham en Fábulas es... ninguno. Aunque no sea el creador de los personajes, sí los ha convertido en lo que son en esta serie, auténticos seres vivos que evolucionan de forma constante rodeados por todo tipo de alegrías y desdichas. Y el caso de Blanca Nieves no es ninguna excepción. Lejos de dejarla estancada como sufrida hermana, esposa y madre de familia, el guionista decide en este volumen dar una nueva vuelta de tuerca a su siempre misteriosa trayectoria. Recordemos que la vida de esta mujer fue un poco truculenta antes de llegar a Villa Fábula, y ahora el pasado viene a pedirle explicaciones. Y lo hace en forma de galán, pero no es el que cabría esperar (sobre todo porque el Príncipe Encantador está muerto) ni tampoco tiene intenciones tan románticas como las que veríamos en una adaptación de Disney o la ABC. Pero igual que Encantador, este hombre sabe lo que quiere y también lo que está dispuesto a hacer para conseguirlo.

Fran San Rafael