Eccediciones
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La llamada de la selva

 A mediados de 1983, Alan Moore (Northampton, 1953) recibió una llamada telefónica. Al otro lado de la línea se encontraba el editor norteamericano Len Wein con el encargo de revitalizar La Cosa del Pantano. Es fama que, inicialmente, el guionista británico atribuyó el telefonazo a la broma de un chistoso. Pero, una vez aclarado el malentendido, aceptó encantado la oferta y puso todo su talento -que ya había cristalizado en obras mayores como Marvelman o V de Vendetta- al servicio de un personaje en peligro de extinción.

Y es que, desde su creación, la Cosa del Pantano parecía condenada a ocupar una oscura y remota parcela en el vasto horizonte del universo DC. Su primera aparición se remonta a una historieta corta escrita por Len Wein y dibujada por Berni Wrightson en la revista House of Secrets allá por 1971. El éxito de este relato propició el nacimiento, en octubre de 1972, de una cabecera dedicada a seguir las andanzas del personaje confeccionada por el mismo tándem creativo. Sin embargo, Wrightson dejó el título en manos del dibujante Néstor Redondo a la altura del décimo episodio. Este relevo artístico marcó el declive de la serie, que languideció desde entonces hasta su cancelación en 1976.

Seis años después, una mediocre adaptación cinematográfica dirigida por Wes Craven reavivó el interés por el personaje y persuadió a los responsables de la DC Comics sobre la conveniencia de darle otra oportunidad al monstruo del pantano. Con el título de The Saga of the Swamp Thing, esta nueva encarnación contó inicialmente con guiones de Marty Pasko y dibujos de Tom Yeates (reemplazado este último en la decimosexta entrega por los sobresalientes Stephen R. Bissette y John Totleben). Quien haya leído esta etapa en la traducción española de Ediciones Zinco, convendrá conmigo en que se trataba de un tebeo insustancial que nadie recordaría si Moore no se hubiera incorporado al equipo creativo en el vigésimo episodio.

En efecto, la llegada del británico lo cambió todo: modernizó el tono de la serie, elevó la intensidad emocional de las historias y, más importante aún para los directivos de la editorial, incrementó la tirada mensual de 17.000 a casi 100.000 ejemplares. Durante casi 1.000 páginas y un periodo de cuatro años, Moore edificó una de esas raras obras que concitan a la vez el entusiasmo del público y el aplauso de la crítica. Ahora bien, que un tebeo con un sesgo ideológico tan definido, poblado de pasajes escabrosos y elaborado con tales dosis de sofisticación estética y narrativa triunfe por igual entre el lector común y el más exquisito merece una explicación. ¿A qué obedece un éxito tan rotundo?

En primer lugar, a la astucia narrativa que preside la obra. Moore dota a cada episodio de La Cosa del Pantano de un estilo y un orden determinados que refuerzan dramáticamente los acontecimientos de la trama. Con frecuencia, retrasa la aparición de un dato relevante en la comprensión de la historia para multiplicar la intriga del relato. El ejemplo más ambicioso de este procedimiento narrativo aparece en la segunda parte del episodio Los periódicos de Cara Nuclear. Allí, Moore expone los hechos de forma fragmentaria y aparentemente desordenada a través de ocho personajes distintos. La historia emerge completa cuando se entrelazan todos los testimonios. La acumulación de puntos de vista confiere al relato una ilusión de completitud, de haber agotado los ángulos posibles desde los que podía ser contado, que lo enriquece y que habría faltado si los hechos hubieran aparecido en estricto orden cronológico.

El segundo elemento que contribuyó a popularizar La Cosa del Pantano fue su sofisticación estilística. A este respecto, destaca la profusión de textos descriptivos y, sobre todo, la prosa rica, poética y caudalosa que los caracteriza. Se trata de un lenguaje sensorial cuajado de imágenes insólitas. Es artificioso, sí, pero no arbitrario. Tiene por objeto sumergir al lector en la atmósfera del relato y hacerle creer a pies juntillas en los personajes y las situaciones más inverosímiles. Gracias a ese verbo frondoso, el lector cree sin reparos en la solemnidad patriarcal del Parlamento de los Árboles, en la crueldad ponzoñosa de la Brujería o en la trágica soledad de la Cosa del Pantano durante su exilio en el planeta azul. A este respecto, Moore utiliza el estilo literario como un elemento más en la edificación de su mundo ficticio.

Este es, precisamente, el tercer ingrediente de la popularidad de La Cosa del Pantano: su vasto, complejo, original y coherente universo narrativo. No se trata sólo de la gran variedad de escenarios que presenta la obra, sino del tratamiento casi etnográfico que estos reciben. Cada espacio posee sus rasgos característicos: historia, economía, cultura, sociedad e incluso leyes físicas propias (como ejemplariza en este mismo volumen la estéril utopía post-apocalíptica del planeta Rann). Esta minuciosa descripción de ambientes tiene su reflejo en la precisa definición física y psicológica de los habitantes de esos espacios.

En el ameno ensayo Writing for comics, Moore ha explicado el fundamento de su técnica de caracterización. Básicamente, consiste en estudiar el comportamiento de las personas en el mundo real y en aplicar ese conocimiento a los seres del mundo imaginario que se esté edificando. Esto requiere inventar un patrón de pensamiento, lenguaje y movimiento para cada personaje. Es decir, se trata de que Abigail Cable piense, hable y se mueva de forma distinta a Chester Williams, a Liz Tremayne o al siniestro agente gubernamental Dwight Wicker. La Cosa del Pantano muestra a las claras la pericia de Moore en este sentido. Los sujetos que aparecen en sus páginas son diversos, verosímiles y contradictorios. Ni más ni menos que en la vida real.

Moore llegó, incluso, a aprovechar su formación teatral para desarrollar la personalidad de las criaturas que pueblan su obra. Tal es el caso del demonio Etrigan, con el que procedió como un actor que construye un personaje. Se encerró en su estudio, echó las cortinas para evitar miradas indiscretas y se dedicó a deambular por el cuarto impostando la voz, la figura y el movimiento de la célebre creación de Jack Kirby. De este modo, ahondó en la naturaleza del diabólico ser de una forma más vívida que si se hubiera limitado a leer los tebeos donde, hasta entonces, había aparecido. A la vista del resultado, el británico triunfó en toda regla. Y no sólo en la caracterización de Etrigan, sino en la de todas las criaturas de la DC Comics que pasaron por sus manos. De Adam Strange a la Liga de la Justicia de América, Moore reverdeció los laureles de los viejos héroes de la compañía, les confirió una estatura legendaria y dejó a sus espaldas un legado creativo que han aprovechado autores como Neil Gaiman, Matt Wagner o Mark Waid.

Pero atribuir el éxito de La Cosa del Pantano exclusivamente a Moore sería una injusticia. El apartado gráfico, tan atractivo y exuberante, es el cuarto pilar de la serie. Desde el principio, la cabecera disfrutó de una estética sólida y sombría que se adhería como un guante a los guiones del británico. John Totleben (sin duda, el mejor artista de cuantos pasaron por el título) manipulaba hábilmente la línea y la mancha para envolver las imágenes en una luz densa, submarina, como si las viéramos a través de la bruma o en el corazón de un sueño. A su vez, Stephen R. Bissette elaboraba sorprendentes diseños de página con viñetas de perfiles irregulares que formaban composiciones extravagantes. Su sucesor -el notable Rick Veitch- se mantuvo fiel a esos planteamientos, si bien relegó el tono tenebroso a un segundo plano y se mostró más proclive al humor, la fantasía y la ciencia-ficción. Como había estado involucrado en el título desde muy temprano (hoy sabemos que muchas de las páginas del número 24, atribuidas a Bissette, en realidad son obra suya), la historia nunca perdió coherencia gráfica.

Como todas las grandes obras, La Cosa del Pantano admite diversas lecturas. Ante todo, es un relato entretenido y sorprendente protagonizado por una planta humanizada que, en el transcurso de la acción, desarrolla sentimientos amorosos, inquietudes ecológicas y estatura mítica. Pero también es un estudio de caracteres, un modelo de eficacia narrativa y una lección de sabiduría estética y estilística. E incluso un alegato apasionado a favor del amor y el respeto por la naturaleza. En este sentido, ¿no sería hermoso pensar que, en vez de atender a una llamada del editor Len Wein, Alan Moore respondió a la llamada de la selva?

Jorge García