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Kingdom Come: Los nuevos bardos

En el crepúsculo del siglo XX, los superhéroes son las personas normales.

Fijaos en cómo vivimos: viajamos por toda la Tierra a velocidades asombrosas y con una facilidad inimaginable; nos comunicamos al instante y a nuestro antojo con personas que se encuentran en el extremo contrario del mundo; manipulamos la economía, dirigimos las fuerzas naturales y obramos maravillas. Si una persona de hace 100 años o así viera nuestra vida, supondría que no somos mortales sino dioses. Alucinaría sabiendo lo que puede hacer hasta el más normal de nosotros con un coche, un interruptor o un cajero automático. Así es como muchos hemos visto a los superhéroes: como si fueran divinidades. Esa persona de otro siglo se equivocaría, pero no más que nosotros con nuestros héroes.

En el relato que tenéis entre manos, Mark Waid y Alex Ross nos cuentan que la respuesta al avance inexorable del progreso que nos ha traído a este momento y este lugar de la historia de la civilización debe consistir en buscar la forma de afrontarlo con responsabilidad. No con modestia ni con inhibiciones. No sin la fe en un poder superior que desciende del cielo y arregla las cosas por mucho que nos esforcemos en estropearlas. Tenemos la obligación de saber quiénes somos, adónde vamos
y qué sabemos hacer. Tenemos la obligación de comprender las ramificaciones de nuestros actos, que debemos decidir hacer (o no) con los ojos bien abiertos.

Para nosotros, Kingdom Come, “venga a nosotros Tu reino”, versa sobre eso.

Mientras escribo estas líneas, estoy terminando una novela de unas 100.000 palabras puestas unas tras otras sin más dibujos que alguna ilustración ocasional e independiente de Alex Ross. Se titula Kingdom Come, y es una adaptación en prosa del relato que sigue a esta introducción. Y para escribirla, tengo que creer en los héroes, igual que Mark y Alex. Y creo. Creo en Superman. De verdad. Pobre de mí, creo mucho en Wonder Woman. Creo en Papá Noel. Creo que la humanidad ha pisado la Luna. Creo que el poeta Elías viene todas las Pascuas Judías a tomar un sorbito de vino. Creo en las metáforas porque son reales. Por eso las Escrituras no se componen solo de los proverbios y profecías que el pastor McCay recita debido a un reflejo involuntario en las próximas páginas. Pero por eso las Escrituras rodean y aceptan esos pronunciamientos de los relatos (las alegorías y las metáforas) que nos enseñan valores. Ante vosotros aparece el choque del bien contra el mal, por supuesto, pero hay más que eso. Hay choques de criterio, choques entre interpretaciones distintas de qué es el bien y qué es la justicia y choques sobre quién sufre las consecuencias del mal que nace de los mejores propósitos. Es una historia de amor. Es una historia de odio y de rabia. Es La Ilíada. Es la historia de cómo decidimos (vosotros y yo) utilizar nuestros poderes y habilidades especiales aunque apenas sean un poco superiores a las de las personas normales. Es una historia sobre la verdad oculta, la justicia aplazada y el estilo de vida estadounidense distorsionado en manos de la mísera semántica.

Los relatos sobre superhéroes, nos lleguen a través de cómics o de lo que sea, son la manifestación más coherente de la conciencia popular actual. Son relatos que no versan sobre dioses sino sobre cómo queremos ser los mortales o cómo deberíamos querer ser. Son los sucesores de los relatos que antaño procedían de los bailes alrededor de una fogata y también del bardo errante. A todos nos llegan estas historias en residencias de estudiantes, en el colegio, al compartir coche o
al hacer cola en la cafetería. Os cuento una.

Tengo un amigo que se llama Jeph. Ya lo conocéis. Yo tendría 19 o 20 años, y él tal vez 12 o 13. Yo estudiaba en la universidad, y el padrastro de Jeph era un pez gordo de la misma, y nos hicimos amigos. Un día, fui a cenar a casa del padrastro, y Jeph y yo hablamos de lo que teníamos en común: el amor por los superhéroes y sus historias. A la mesa de mamá y el padrastro, se nos ocurrió un relato muy chulo. Veréis, yo acababa de vender mi primer guion de cómic, un episodio de Green Arrow titulado ¿Qué es capaz de hacer un hombre?, y tenía un problema. No tardé en reunirme con Julius Schwartz, el Bardo de Bardos, para ver si sería una ocasión única o si podría repetirla pronto. Tuve que pensar alguna idea improvisada para un relato de Superman o, de lo contrario, pasaría los tres años siguientes estudiando Derecho. Supongo que le conté a Jeph varias ideas y que él hizo lo propio. Fue a él a quien se le ocurrió una cosa titulada ¿Por qué debe haber un Superman?. Trataba de que los Guardianes del Universo le implantaban una idea en la cabeza al Gran Azul. Consistía en que, tal vez con celo de preservar la vida y allanar el camino a la raza humana, Superman evitaba que las personas normales evolucionaran por sí mismas. Quizá matara a la mariposa ayudándola a salir del capullo. No estoy seguro, pero es posible. Fue idea de Jeph.

Así pues, fui a Gotham a ver al Bardo, y posiblemente tuviera metido bajo el cuero cabelludo un puñado de gérmenes de ideas. Probé a contarle una. Le mostré otra. Le arrojé una más. Algunas le gustaron y otras no. Algunas inspiraron ideas propias del Bardo. Otras le hicieron resoplar o roncar. Un par de horas después, las más intensas que haya pasado con el Bardo de Bardos, yo estaba exhausto emocionalmente, pero él quería oír más. Así pues, desenterré la idea de qué sucedería si los Guardianes criticaran un poquito a Superman por cómo hacía su trabajo. Eso sí que es nuevo, me dijo el anciano. Se entusiasmó. Hizo que la gente entrara corriendo del pasillo y me obligó a repetir la idea delante de ellos.

Titulé aquella historia ¿Debe haber un Superman?, y santos Curt y Murphy la dibujaron y me hicieron feliz. Después, pasé 15 años poniendo palabras en la boca de Superman, y jamás acudí a la facultad de Derecho. Y juro que no tengo ni idea de de dónde salió la historia. Además, ¿quién sabe de dónde salen las historias? Yo no lo recordaba hasta que, años después, Jeph me habló de su aportación. De hecho, aún no me acuerdo, pero lo creo. Fue como 20 años después.

Jeph nunca ha sufrido por mi descortés omisión. De hecho, siempre ha sido amigo mío. A él también le ha ido bien. Su amigo Matthew y él escribieron la primera gran película de superhéroes de la época moderna, Comando, protagonizada por Arnold Schwarzenegger, y muchas más cosas. Un día, más adelante, fui el editor de uno de sus primeros cómics, una obra maestra de ocho episodios dibujada por Tim Sale y titulada Investigadores de lo Desconocido: ¡Deben morir!. Ahora escribe para Hollywood, para DC y para Marvel. Es feliz y sigue siendo amigo mío, y ahora tengo ocasión de enmendarlo todo.

Hoy en día, hay bardos nuevos e historias nuevas. No hace mucho, Mark y Alex fueron a Gotham a ver a Dan Raspler (quien, a mi parecer, no era más que un chaval listo y ambicioso la última vez que lo vi aunque ahora sea un pez tan gordo como el padrastro de Jeph) para venderle una idea sobre cómo sería el mundo si todos los superhéroes se jubilaran y sus nietos, bisnietos y sucesores en general fueran unos idiotas.

El tema de ¿Debe haber un Superman?, aquel icono de otra vida, es el que retoman los nuevos bardos de Kingdom Come. O tal vez lo completen. Trata sobre el momento en la vida de Superman, el Capitán Marvel, Wonder Woman, Batman y los demás en que todos comprenden que no son dioses. Y sobre el momento de su vida en que, por fin, se enteran de que, a pesar de sus limitaciones, deben ser potentes y responsables de todas maneras. Es el momento de la vida de la raza humana en que todos debemos aprender lo mismo. Por eso este relato, aunque se vista con colores primarios y chillones, es tan importante.

Los héroes de las fábulas y de la realidad son aquellos a cuya virtud aspiramos todos, no gente de atuendo colorido que lleva una existencia vívida. Es tradicional que entiendan el valor de la vida humana en todo lugar y condición. No obstante, los héroes de la vida real, al contrario que muchos iconos que hemos creado, también comprenden la dignidad y la inmortalidad humanas, conceptos que faltan, por ejemplo, en la educación de Superman. Precisamente ellos deben entender el valor de las cosas de la vida: los artefactos, las ideas, los amores. Son las huellas que dejamos en el camino las que nos definen. Son los árboles que plantamos, los niños que criamos y las historias que contamos lo que da significado a la vida. Son los palacios que erige un pueblo, el legado que inspira y el arte que crea lo que construye una civilización. Hace años que digo a Superman que no debe salvar vidas sin más y que también tendría que cuidar los inmuebles. No lo ha entendido nunca hasta que se lo dijeron Mark y Alex. Por fin se lo hicieron comprender, y por eso me siento orgulloso de ellos.

En Kingdom Come, ambos dibujan una dicotomía entre la raza humana y la que llamamos metahumana. Eso es la fuente del conflicto de este relato. Y la síntesis del mismo es el descubrimiento de que dicha distinción es falsa.

Con la misma claridad que otro héroe llamado Mahatma Gandhi declaró que era hindú pero también musulmán (y cristiano, judío o budista si le parecía apropiado), nosotros aprendemos aquí que incluso los más normales somos héroes, y que los vívidos y coloridos son bastante normales y tienen defectos. Es una conclusión a la que nos conducen nuestros nuevos bardos con la misma elegancia y precisión con que Sócrates nos narró una discusión con Pitágoras que nos condujo a una prueba geométrica.
Incluso los superhéroes tienen que crecer. Ahora lo sabemos. Y cuando leáis Kingdom Come, vosotros también lo sabréis.

Si fisgáramos en la vida de las próximas generaciones de personas, seguro que creeríamos estar contemplando el Olimpo. Y por supuesto, una vez más, nos equivocaríamos. Solo son nuestros hijos, nuestros nietos y sucesores, que seguro que recorrerán la Tierra como titanes en esa época, con nuestros rasgos y nuestros defectos. Son nuestros mensajeros en ese futuro resplandeciente. Y con ellos, llevarán los valores y la iconografía que les aportemos en la actualidad. Estas páginas que siguen son un comienzo admirable. Por citar el sentimiento de otro antiguo amigo al que echo de menos (y si vienes al Oeste algún día, Alan, ven a verme, ¿vale?): Este relato es imaginario. ¿Acaso no lo son todos?

Elliot S! Maggin
Donde el viento sopla con fuerza Nochevieja de 1997

Introducción publicada originalmente en las páginas de Kingdom Come.