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Introducción de La casa en el confín de la Tierra

Antes de entrar en materia, hay que reconocer y dejar claro desde el principio que esta introducción no versa sobre la obra que tenéis entre manos y que, de hecho, el autor no ha visto en su totalidad. (No obstante, sí ha tenido el acceso suficiente para saber que este volumen muestra la faceta más visionaria del Sr. Richard Corben, su creador, un genuino gigante del medio. Pero claro, si ya habéis comprado este libro, apenas necesitáis que la introducción os diga eso.)

Así pues, este prólogo no se centra tanto en la actual adaptación, sino en el material del que procede: La casa en el confín de la Tierra, una fabulosa novela fantástica de principios del siglo XX. Dicho libro, junto a contemporáneos o casi contemporáneos igualmente ilustres, supone un tesoro enterrado de la literatura que enriquece sin paliativos el panorama cultural actual y moribundo. Pero no estaría enterrado si no lo hubieran sepultado vivo para empezar.

Cuando digo “enterrado”, me refiero a olvidado, marginado y descalificado. Al parecer, con la llegada de Jane Austen al panorama literario, se produjo un consenso repentino y unánime dentro de la fraternidad de críticos hasta el punto de que los dramas de salón sociales y reales y las comedias costumbristas y chispeantes no eran el punto álgido al que aspiraban los escritores, sino la única forma de literatura que podía considerarse seria y genuina. Así, de una patada, la ficción de género y la fantasía quedaron apartadas por impuras, limitadas a barrios chabolistas periféricos y a guetos apartados de las almenas de marfil de la respetabilidad literaria.

Es cierto que hay varios nombres que, no se sabe cómo, sobrevivieron a la purga, como Poe o (por poco) Lovecraft. Tal vez incluso Bram Stoker, pero solo por el éxito continuado de Drácula. Es posible que haya uno o dos nombres más que se me olviden en estos momentos, lo cual, si acaso, constata lo que básicamente quería decir: enterrados, descalificados y olvidados.

Pero ¿qué pasa con Lord Dunsany y sus perfectas fabulitas de una o dos páginas? ¿Y con Clark Ashton Smith y su prosa de estilo iridiscente que pasó parte de su jubilación tallando guijarros con forma de cabezas de demonios fantásticas y libidinosas que arrojaba al río, tal vez para que las encontrara décadas después algún desconocido que quedaría maravillado de por vida? ¿Y con Arthur Machen, con los Tres Impostores y el Gran Dios Pan, que se unió a la legendaria hermandad mágica del Alba Dorada, que tuvo visiones de una Sion que se alzaba sobre las plazas y terrazas ventosas de Holborn? ¿Y con M.P. Shiel, “el mago con gemas incrustadas”, que huía de su salud y su sobrepeso por las calles crepusculares de Londres vestido con un chaleco de luces para alertar a cocheros y peatones de su inminente llegada? ¿Y qué pasa con William Hope Hodgson?

Hodgson nació en 1877 en el campo, en un pueblo de Essex, uno de los 12 hijos de un estricto clérigo anglicano. Aunque tres de ellos murieran durante la infancia, resulta fácil imaginar las tensiones y privaciones que sufrió una familia pobre y rústica de su época. Evidentemente, a los 14 años, Hodgson sintió la necesidad de escapar de sus raíces y se formó como mozo de cabina, con lo cual pasó los ocho años siguientes en alta mar, en condiciones que, en comparación, debieron de hacer idílica la vida de hacinamiento que llevaba con su familia. Hodgson abandonó la vida del marino en 1899 y se centró en sus intereses, la escritura y la fotografía, con los que se ganó la vida, y envió relatos a las revistas más populares del momento. Los botes del Glen Carrig, su primera novela, se publicó en 1907. Un año después, llegó su obra maestra por consenso, La casa en el confín de la Tierra.

Describir esta obra no es sencillo. El aura y el carisma que la rodean quedan patentes incluso antes de abrir el libro, así como el remolino de simbolismo fantástico y las nociones apocalípticas que contiene. Deja en la mente un regusto propio de un brandy añejo y ardiente.

¿Por qué es tan potente y tan memorable?

Es posible que buena parte de la resonancia espeluznante de la novela se atribuya a la profundidad psicológica, intuitiva y posiblemente inconsciente, tanto de Hodgson como autor como de nosotros como ávidos lectores. Junguiano sin recurrir a Jung, el edificio titubeante de múltiples niveles que da nombre a la historia, con esas brutales cosas porcinas que brotan de los abismos ancestrales que hay bajo el sótano inferior, supone una metáfora perfecta de la consciencia humana. Las altas torres de la mente cuyas ventanas presiden profecías y visiones mientras el oscuro sótano de ensueño yace debajo. Los impulsos brutales de los porcinos que a veces salen a la superficie. Iain Sinclair, poeta y escritor, al viajar a la costa oriental de Irlanda, se topó con una ruina casi idéntica a la casa de Hodgson, pero da lo mismo. La verdadera ubicación de la casa y del confín en que se encuentra, entre el pensamiento despierto y la tierra nocturna del inconsciente, se halla dentro de nosotros. Esparcido entre la narrativa y las extrañas evasiones, las insinuaciones oscuras, los susurros de la mente del protagonista e incluso de la mente del autor. La hermana aterrada que no sale de su cuarto parece más asustada del ermitaño que de esos horrores chillones que surgen en tromba de los cimientos de la casa que comparte con él. Y uno, tal vez de un modo morboso, se pregunta por la vida en familia del Essex rural, donde viven 12 ó 13 personas en cada casa. Y también por la experiencia de ocho años de Hodgson como mozo de cabina. Hombres gruñones de ojos brillantes como los cerdos. Toda esa experiencia, sea real o imaginaria, se filtra en la construcción de esta casa de pesadilla y en su melancólica arquitectura.

Por supuesto, frente a dichos horrores, encontramos maravillas abrumadoras y feroces: la casa que se transporta de repente y se encuentra en el centro de una extraña meseta que parece un estadio y que está rodeada, en la distancia, por las formas montañosas e inmóviles con aspecto de dioses con cabezas de animales. La visión del tiempo acelerado hasta que el paso del día a la noche se convierte en un borrón estroboscópico. La casa, después la Tierra y, al final, el universo, que se hunden en una extinción caótica y caen en un “sol negro” que no es del todo distinto de nuestro conocimiento contemporáneo de los agujeros negros y sus propiedades extraordinarias. Para un escritor de fantasía, poner fin al universo en el transcurso de una novela es el burdo equivalente de Jerry Lee Lewis terminando un número prendiendo fuego al piano: un acto que dificulta seguir adelante con la historia.

Pero lo que pervive es la imagen de esos terrores una vez ha terminado la historia, las visiones de cosas porcinas que escarban ruinas a la luz de la lumbre en una visión de un futuro no especificado, o una cara inmensa que observa a través de la ventana del piso de abajo. En perspectiva, teniendo en cuenta el período en que el autor plasmó sobre el papel estas ideas incómodas y estos símbolos febriles, resulta difícil no ver cierta profecía en la visión del fin del mundo de Hodgson. En 1913, tras haber publicado la encomiable Carnacki el cazafantasmas (1910) y su extraordinaria novela de fantasía El reino de la noche (1912), Hodgson se casó, se mudó durante una temporada al sur de Francia y volvió a Inglaterra cuando estalló la Primera Guerra Mundial. En 1915, se alistó en el ejército británico y lo destinaron a la Artillería Real.

La Primera Guerra Mundial. Siluetas medio humanas agazapadas y encogidas bajo la luz intermitente de las explosiones de los proyectiles. Todo y todos absorbidos por el conflicto, por el barro de las trincheras, por el sol negro. Derribado de un caballo en 1916, Hodgson podría haber abandonado la guerra con una medalla, haberse esfumado a Inglaterra con su herida y vía libre para regresar y haber escrito sus memorias. No obstante, parecía que el sol negro lo influía demasiado. En cuanto se recuperó, volvió a alistarse, y el último año de la guerra, en abril de 1918, lo mataron en combate a las afueras de Ypres, donde voló en pedazos.

Este hombre fascinante y su obra sobrenatural no deberían quedar enterrados ni sin representación en las estanterías de las librerías. Las bibliotecas tampoco deberían dejar de solicitarlos. Ningún gran escritor de fantasía debería quedar relegado al submundo cultural mientras su reputación acumula polvo más allá de los decretos arrogantes y autocomplacientes de una élite literaria que considera serlo. Leed este cómic y, después, buscad el original. Si os interesa, haceos con un ejemplar de Carnacki y, tal vez, continuad con otros autores del círculo de literatos condenados de Hodgson, tanto de su período (tal vez Algernon Blackwood o David Lindsay, autor de la extraña alegoría Voyage to Arcturus) como escritores posteriores como Angela Carter, M. John Harrison, Jack Trevor Story, Mervyn Peake o Maurice Richardson.

La fantasía es un confín en sí misma que separa lo imaginario de lo palpable y real. En cierta forma, todos los escritores del género construyen casas en ese territorio intermedio. Se convierten en ermitaños, canalizan visiones, intentan describir los crujidos y golpes secos que a veces se oyen en las bodegas del inconsciente. Las obras extrañas y asombrosas que crean son a menudo artificios de una belleza temible y absorbente que conviene valorar y atesorar. Representan la imaginación desbordante y sin ataduras, quizá la única defensa que tenemos contra las cosas porcinas que bufan y se arraigan bajo los tablones del suelo de nuestra cultura.

La casa de Hodgson sigue en pie, sea en la letra pequeña de un catálogo de libros de segunda mano, sea resucitada de diversas formas, como en este volumen. No hay necesidad de ver nada. Reservad una habitación hoy mismo.

Alan Moore
Northhampton Agosto de 2000

Artículo originalmente publicado como introducción de La casa en el confín de la Tierra.