Eccediciones
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El truco final

Publicado en junio de 1985, el número 37 de La Cosa del Pantano presentaba a un misterioso y sarcástico ocultista que respondía al nombre de John Constantine y que, en el transcurso de la historia, encendía infatigable un cigarrillo tras otro. La génesis del personaje es de sobra conocida: Stephen R. Bissette y John Totleben, dibujantes oficiales de la serie, solicitaron al guionista Alan Moore –responsable literario de la misma– que introdujese en la trama una figura con los rasgos del cantante Sting; en respuesta a esa demanda, el autor de Watchmen ideó un nigromante tan astuto y carismático que se ganó el favor del público desde su primera aparición.

Hasta entonces los magos en los cómics se caracterizaban por su apariencia elegante (como Mandrake), venerable (como Panoramix) o solemne (como el Doctor Destino). Constantine, en cambio, no respondía a ninguno de esos patrones. Cierto que en su primera encarnación lucía impecable con su gabardina, su traje y su corbata (en homenaje a “Ace Face”, el pandillero interpretado por Sting en la película Quadrophenia allá por 1979). Pero, a diferencia de sus cofrades en el mundo de lo oculto, el hechicero inglés era relativamente joven y se movía con más soltura en un entorno urbano, moderno e industrial que en las entrañas de un crómlech céltico, de un castillo medieval o de un oscuro caserón victoriano. Esta sana relación con el mundo actual no le restaba atractivo. Ya fuera en una discoteca londinense o en un bar de mala muerte en Chicago, Constantine irradiaba embrujo y encanto en cada una de sus intervenciones.

Y es que Moore lo presentó de una manera muy astuta, dosificando con habilidad los datos sobre su vida y reduciendo su biografía a unas hilachas de información que envolvían su figura en la bruma del misterio. De forma calculada se dejaba caer que el ocultista inglés compartía intereses con individuos poco corrientes –ya fueran monjas o superhéroes–, que además había participado en un exorcismo desastroso en Newcastle y que había pasado temporadas en la cárcel y en el manicomio. Estos breves y sugestivos apuntes biográficos activaban la curiosidad del lector y espoleaban su imaginación para llenar los vacíos con hipótesis y conjeturas de cosecha propia. Estos huecos conferían al personaje un aura enigmática que, junto a su talante cínico e insolente, le granjearon enseguida una enorme popularidad. La editora Karen Berger decidió explotar esa súbita fama creando una cabecera mensual donde el mago ejerciera de protagonista absoluto. Así nació Hellblazer a comienzos de 1988.

En aquella época soplaban vientos de cambio en DC Comics. Los directivos de la compañía aspiraban a emular el éxito alcanzado por Moore en La Cosa del Pantano y en Watchmen. Para cumplir ese propósito, perseveraron en la política de contratación de autores británicos y pusieron el acento en la búsqueda de nuevos guionistas. Esta directriz se concretó a finales de los años ochenta en el lanzamiento de un puñado de obras firmadas por talentos emergentes del mercado anglosajón. En enero de 1988, se presentó Hellblazer. En septiembre de ese mismo año, Animal Man escrita por Grant Morrison. En noviembre, Orquídea Negra por Neil Gaiman. Y en mayo de 1989, Skreemer por Peter Milligan. De todas ellas, Hellblazer fue la primera en contar con un equipo creativo íntegramente británico.

Lo formaban el guionista Jamie Delano y el dibujante John Ridgway. El primero era amigo íntimo de Moore, que lo había introducido en el mundo de los cómics al proponerlo como reemplazo suyo en la serie Captain Britania. El segundo era un narrador veterano que se había curtido en las páginas de publicaciones inglesas de ciencia ficción como Doctor Who, Warrior o 2000 AD. Con la asistencia del ilustrador Dave McKean (que imprimió un sello distintivo a las cubiertas de la serie), se propusieron enraizar a John Constantine en el río negro del horror contemporáneo. En este sentido, emparentaron Hellblazer con las novelas de Ramsey Campbell, Clive Barker y Jonathan Carroll, y con los largometrajes de Nicolas Roeg, John Carpenter y David Cronenberg. A la vista del resultado, Delano y Ridgway cumplieron su objetivo con creces.

Respecto a la caracterización del protagonista, Delano empleó un procedimiento inverso al de Moore. En vez de administrar con calculada cicatería la información sobre Constantine, rellenó generosamente los huecos en su historial y dotó al personaje de unas coordenadas geográficas, temporales y afectivas precisas. A medida que avanzaba la serie, descubríamos que el enigmático hechicero había nacido en Liverpool; que su madre había muerto en el parto; que procedía de un linaje de magos cuyos orígenes se remontaban a la Alta Edad Media; que se había criado bajo la tutela de un padre que le había inculcado toda clase de traumas; que tenía una hermana, una sobrina y un amigo llamado “Chas” Chandler; que había formado un grupo musical de corta vida llamado Membrana Mucosa en el apogeo del movimiento punk; y que había encauzado su aversión a la injusticia luchando contra demonios, cultos satánicos y representantes del gobierno de Margareth Thatcher. En verdad, con Delano cristalizó la que muchos consideran la versión definitiva de John Constantine.

La entrega inaugural de Hellblazer así lo prometía. En sus páginas, el místico inglés se enfrentaba con el espíritu del hambre encarnado en un demonio al que Gary Lester –músico mediocre, ocultista aficionado, heroinómano empedernido y, para colmo de males, amigo íntimo de John Constantine– había capturado en África y había enviado por correo a Nueva York; una vez en la Gran Manzana, la criatura demoníaca se liberaba y sembraba el pánico mediante una cadena de posesiones que culminaba en toda clase de truculencias (un sacerdote masticando una talla de Jesús, un culturista devorando sus propios músculos, el dependiente de una tienda de tebeos atracándose con su propia mercancía). Para solucionar el problema, Constantine concebía un plan tortuoso y expeditivo: invocar al demonio, encerrarlo en el cuerpo de Gary Lester y, una vez completado el ritual, emparedar vivos a su amigo y al huésped infernal que lo poseía.

Críticos tan perspicaces como Antonio Trashorras han señalado la resonancia bíblica de una historia sobre la pasión y la muerte de un inocente sacrificado para salvar el mundo. También han subrayado el simbolismo de un argumento en que el Tercer Mundo se venga del Primero infligiéndole parte del sufrimiento que, durante siglos, le ha estado reservado. Al respecto, Delano convirtió Hellblazer en el vehículo perfecto para defender sus convicciones políticas, sociales, ecológicas o morales. Y, sobre todo, para cuestionar asuntos situados en el vértice de la actualidad, como el machismo, la xenofobia, el fanatismo religioso y, especialmente, las políticas liberales del gobierno de Margaret Thatcher. Esta actitud contestataria fue imitada en mayor o menor medida por sus sucesores en el título. De modo que la serie acabó sujeta a las controversias de su presente más inmediato.

Grant Morrison (que reemplazó a Delano durante dos memorables episodios en enero y febrero de 1990) elaboró una desquiciada alegoría sobre los riesgos de la energía nuclear. Once años después, Warren Ellis firmó una historia de Hellblazer que contenía un alegato contra la proliferación de armas de fuego y que los responsables de la línea Vertigo se negaron a publicar por las similitudes de su argumento con los acontecimientos de la matanza de Columbine. Ya en 2012, en plena recesión económica, la secuencia inicial de La maldición de los Constantine de Peter Milligan transcurría en medio de una manifestación contra los directivos de un banco. En resumen, la serie se convirtió en espejo de los traumas y las polémicas de su tiempo. Con todo, los sucesivos guionistas evitaron que el título se hundiera en el panfleto inyectando grandes dosis de humor, amenidad y sorpresa. Estos elementos brillaron con especial intensidad durante las etapas de Garth Ennis, Brian Azzarello, Mike Carey y Peter Milligan.

Recién desembarcado del semanario británico 2000 AD, el irlandés Garth Ennis se incorporó a la serie en mayo de 1991. Sus relatos eludieron la tentación filosófica que había caracterizado la etapa anterior (firmada por Delano) y adoptaron, en cambio, un tono humorístico desmelenado, grosero e irreverente que se ajustaba como un guante al temperamento del protagonista y que anticipaba la sátira grotesca de Predicador. En sus manos, John Constantine experimentó un brusco trastorno al descubrir que había contraído cáncer de pulmón. Para tratarse el tumor, recurría a un procedimiento poco ortodoxo: firmar un pacto con tres demonios distintos por medio del cual salvaba el pellejo y encima se garantizaba que ninguno de sus acreedores cobraría la deuda porque, antes de hacerlo, tendrían que desatar una guerra devastadora entre ellos para decidir quién se embolsaría el alma del deudor.

Pese a la actitud satírica y provocadora que Ennis imprimía a sus guiones, el irlandés no fue el guionista más polémico de Hellblazer. Con justicia, hay que atribuir ese calificativo al estadounidense Brian Azzarello. ¿A qué obedece tal distinción? A que, con la asistencia del legendario dibujante Richard Corben, el creador literario de 100 balas despojó a Constantine de sus señas de identidad: lo alejó de Gran Bretaña, lo radicó en Estados Unidos, le arrebató sus resonancias místicas, lo involucró en una sórdida intriga carcelaria y, como colofón, lo llevó a dar un paseo por el lado salvaje de la América profunda. Este ciclo narrativo –que se extendió desde marzo de 2000 a agosto de 2002– dividió a los aficionados en dos bandos irreconciliables de partidarios y detractores. Para bien o para mal (según a qué bando se pregunte), Azzarello abandonó el título una vez concluida la descarnada odisea norteamericana del protagonista.

Su inmediato sucesor en el título fue el inglés Mike Carey, que devolvió la armonía a la hinchada del ocultista. El guionista de Lucifer ha manifestado en varias ocasiones que, durante su estancia en Hellblazer (que se prolongó desde septiembre de 2002 a febrero de 2006), puso especial cuidado en restablecer la dimensión sobrenatural que se había diluido en la etapa anterior. Sus relatos estaban cuidadosamente enlazados mediante una sólida estructura interna que permitía leerlos en conjunto como si se tratase de un único rompecabezas meticulosamente armado. A grandes trazos, la historia que ese puzle contaba era la siguiente: de vuelta en Inglaterra, Constantine se implicaba en la resolución de un apocalipsis que amenazaba el inconsciente colectivo de la humanidad; a consecuencia de su intervención en el cataclismo, el mago de Liverpool perdía la memoria; para recobrarla, firmaba un pacto con una diablesa por el que se comprometía a pasar 24 horas a su servicio; en ese período, engendraba tres hijos con ella; sus tres vástagos, en adelante, se esforzaban por hacer la vida imposible a su familia y a sus amigos, rematando con la muerte y ulterior condena al Infierno de su hermana Cheryl.

En verdad, Mike Carey sometió a John Constantine a una auténtica ordalía de la que el personaje salió vencido y quebrantado. Parecía imposible revitalizarlo después de las pruebas que había enfrentado. Sin embargo, los escritores Denise Mina, Andy Diggle y Peter Milligan se esforzaron sucesivamente por demostrar lo contrario. De todos ellos, Milligan –que se hizo cargo de los guiones en febrero de 2009 y que condujo la serie hasta su final en abril de 2013– fue quien más éxito tuvo en la tarea. Sobresalía especialmente en llamar la atención mediante espectaculares golpes de efecto de una gran teatralidad. En este sentido, causó una gran impresión con el matrimonio entre John Constantine y la joven Epiphany Graves. Pero, sobre todo, provocó una auténtica conmoción al anunciar el destino del protagonista.

Como descubrirán los lectores en este último volumen de Hellblazer de Peter Milligan, se trata de un destino incierto y enigmático. Otro secreto inexplicable en la carrera de un hechicero que, con 300 episodios a sus espaldas, aún conserva el sentido del misterio, y que promete reencarnarse, joven y rozagante, en una nueva cabecera titulada Constantine, escrita por Robert Venditti y dibujada por Renato Guedes. Y es que, para un mago, ¿existe mejor truco que desaparecer en un lugar y materializarse en otro?

Jorge García