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El cómic Antes de Watchmen

Si alguien nos preguntara por la mejor novela de ciencia ficción o la mejor película policíaca de todos los tiempos, habría gran disparidad de opiniones. Sin duda una serie de títulos resultarían recurrentes, pero sería imposible que todo el mundo coincidiera en una misma respuesta. No sucede lo mismo, sin embargo, cuando hablamos del cómic de superhéroes: tanto crítica como lectores están de acuerdo en que el mejor dentro de este género es Watchmen, y no son pocos los que van más allá y lo identifican como la obra cumbre del medio. Simple y llanamente, el mejor cómic jamás escrito.

¿A qué se debe que el clásico de Alan Moore y Dave Gibbons suscite una respuesta tan unánime? Para entenderlo mejor, habría que remontarse al momento de su publicación en 1986. El cómic norteamericano era una industria relativamente joven que aún bebía de su fuente seminal, la conocida como Edad Dorada o Golden Age, que supuso la irrupción en los años treinta y cuarenta de la figura del superhéroe: personajes arquetípicos y sin matices que respondían a la necesidad de evasión de un público estadounidense sumido en unas circunstancias socioeconómicas especialmente duras. A esta etapa fundacional siguió la Silver Age, un período en el que el medio vivió sus primeros apuntes de madurez gracias a la asimilación de los códigos de la literatura pulp y la llegada de autores como Stan Lee y Steve Ditko, que propusieron una aproximación más verosímil (en forma y fondo) al concepto. Los cómics, no obstante, seguían muy lejos de la complejidad argumental y narrativa de medios expresivos más desarrollados, como la literatura o el cine.

No sería hasta la década de los setenta y primeros años de los ochenta, con el cómic norteamericano inmerso en una crisis de ventas, cuando las editoriales decidieron apostar por cambiar el enfoque de un producto que hasta la fecha había sido tan barato de producir como fácil de rentabilizar. Así, desembarcaron en DC Comics y Marvel autores como Chris Claremont, Frank Miller o John Byrne, que gozaron de una mayor libertad creativa y consiguieron elevar los estándares del género superheroico, tanto en calidad como en edad media del lector habitual. Sin embargo, la industria del cómic mainstream continuaba indudablemente enfocada a un público juvenil y, aunque ya había dado muestras de cierta valía artística, carecía de una obra maestra que rompiera las limitaciones de su concepción original.

Fue la llegada de Watchmen lo que reivindicó al cómic como medio expresivo de gran potencial. Por primera vez, ojos ajenos a la industria volvieron su mirada hacia la narración secuencial y descubrieron una obra absolutamente transgresora, que poseía una complejidad sin parangón en el mundo de la historieta y difícil de encontrar en otros medios narrativos. Se trataba de una obra refundacional que obligaba a revisar todo aquello que se había dado por sentado en lo referente al cómic como vehículo de expresión.

Habría que decir que Watchmen no surgió de la noche a la mañana. Años antes, un casi desconocido Alan Moore ya había demos- trado que su visión de lo que debía ser un cómic era muy diferente a la de sus colegas, y lo hizo a través de otra de las obras claves del pasado siglo: V de Vendetta. Dibujada por David Lloyd y publicada desde 1982 por la revista inglesa Warrior, la historia de V se elevaba muy por encima de la media, no solo por la calidad de su guion y su concepción visual, sino también por su vocación de alegato anarquista, por su denuncia de la progresiva pérdida de libertades que podía suponer fiar nuestro bienestar y seguridad a gobiernos totalitarios, todo ello publicado en el marco del muy conservador mandato de Margaret Thatcher.

Visto el éxito que la obra de Moore y Lloyd había cosechado en el mercado británico, muchos se preguntaron si el público norteamericano estaría listo para su propio V de Vendetta. DC pensó que sí, y dio libertad al autor de Northampton, que ya había demostrado su buen hacer dentro de la editorial con La Cosa del Pantano, para plantear una historia sin cortapisas creativas de ningún tipo. El resultado fue Watchmen, un cómic que iba más allá que la propuesta europea de Moore: el discurso político continuaba ahí, a través del retrato de una sociedad norteamericana sobrecogida por la amenaza nuclear de la Guerra Fría, pero el autor se atrevía también a pisar con firmeza el terreno del metalenguaje, diseccionando a través de su obra en 12 actos la figura del superhéroe, auténtico alfa y omega de la industria del cómic en Estados Unidos.

Con gran clarividencia, Alan Moore y Dave Gibbons profundizaron en el concepto de justiciero enmascarado, dejando al descubierto sus implicaciones totalitaristas, su mensaje de supremacía moral y reflexionando sobre las motivaciones últimas que tendrían estos personajes. Para hacerlo, los autores recorrieron el camino inverso al que había tomado el género hasta el momento: desposeyeron al héroe de su armadura arquetípica e hicieron el esfuerzo de emplazarlo en un contexto social y político real, mostrando qué impacto tendría su presencia en el desarrollo de acontecimientos históricos como la guerra de Vietnam, y cómo el mundo les afectaría a ellos si realmente existieran.

Se trataba de una ruptura total con lo que se había visto hasta la fecha. Pero ¿supuso Watchmen un punto de inflexión en la industria del cómic, o fue un fenómeno aislado, una extraña flor en un erial? Si nos centramos en la producción inmediatamente posterior, tendríamos que decir que la obra de Moore y Gibbons no caló, pues la industria siguió apostando por el superhéroe de motivaciones básicas inmerso en un mundo ideal de buenos y malos, carente de grises. Pero si levantamos un poco la vista, quizá nos demos cuenta de que la respuesta no es tan sencilla. Watchmen fue una obra tan adelantada a su tiempo que el medio ha necesitado décadas para asimilarla, pero a día de hoy el cómic ha evolucionado junto a su audiencia, y podemos distinguir en las nuevas generaciones de autores cómo la semilla plantada por Watchmen comienza a germinar y su influencia es más palpable que nunca.

David B. Gil