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Crónica de una venganza aplazada

Dago nació en 1981 como crónica de una venganza anunciada: la del noble veneciano César Renzi contra los asesinos de su familia. Pero el éxito fulminante de la obra forzó a Robin Wood (espléndido narrador y soberbio folletinista) a inventar complicaciones y enredos que dilatasen el desenlace en aras de un mayor aprovechamiento comercial. Esta lógica mercantil ha generado un círculo vicioso: cuantas más aventuras emprende el protagonista, más crece su fama y más lejos se encuentra de cumplir su objetivo. Y es que Wood es un maestro en el arte de dilatar situaciones extremas y provocar giros inesperados que dinamizan el desarrollo del argumento. Para lograrlo pone en juego toda su capacidad de seducción narrativa, desplegando diversas estrategias que tuercen constantemente el rumbo de nuestro héroe.

En primer lugar, Wood otorga a Dago una posición subordinada en la escala social. A lo largo de su agitada trayectoria, el veneciano ha sido esclavo, prisionero y soldado. Como mucho, ha dirigido el ejército del patrón de turno. En verdad, pocas veces se le ha permitido decidir su propio camino. En la mayoría de los casos, el destino lo ha puesto en la tesitura de obedecer o morir. Y las órdenes que ha recibido, invariablemente, violentaban su voluntad y lo forzaban a posponer el ajuste de cuentas que trae grabado a fuego en el corazón. Al respecto, el episodio “El día del fin de la suerte” ilustra a la perfección lo tortuoso de su vínculo con el poder: para salvar la vida, debe servir al Sultán de Damasco; pero este servicio lo convierte en un cristiano renegado, condición que le impide regresar legalmente a Venecia para desquitarse de quienes lo traicionaron.

La segunda estrategia con que Wood dilata el desenlace consiste en enredar a Dago en el torbellino de los acontecimientos de su tiempo. Sus aventuras transcurren en la década de 1520, cuando el Imperio Otomano y los reinos cristianos (representados básicamente por el emperador Carlos V) se disputaban violentamente el dominio del mundo. El Mediterráneo era uno de los dos grandes escenarios donde se desarrollaba ese conflicto. Por entonces, una potencia marítima al servicio del Sultán se había enseñoreado de sus aguas: se trataba de los piratas berberiscos que, bajo la dirección de Barbarroja y desde el puerto de Argel, demostraban su ferocidad y su poderío naval saqueando las costas europeas. Dago se ve precipitado en las filas de este bando desde el episodio inaugural, cuando el capitán Kabir Ben Mahud lo encuentra flotando, malherido e inconsciente, al capricho de la corriente. Desde entonces, el veneciano ha desempeñado los más diversos oficios en las tierras de Berbería: remero, enterrador, alimento para sanguijuelas, lacayo en palacio e incluso emisario de Barbarroja. El ejercicio de estas funciones lo ha sustraído muchas veces al cumplimiento de su venganza. Pero su relación con el mundo islámico no se reduce únicamente al ámbito mediterráneo, sino que se extiende al otro gran escenario de la contienda entre cristianos y otomanos: Europa oriental.

Desde la conquista de Constantinopla en 1453, los turcos expandieron lenta e inexorablemente su dominio sobre la península de los Balcanes. La toma de Belgrado en 1521 culminó la primera fase de esta propagación y permitió al sultán Solimán el Magnífico proyectar su poder sobre Hungría y amenazar de ese modo las posesiones austríacas del emperador Carlos V. De nuevo, el remolino de los acontecimientos históricos atrapa a Dago y trastoca su destino. En este caso, arrastrándolo a una campaña militar en la zona del Danubio. Se trata de una incursión en el principado de Valaquia y conduce al veneciano hasta el castillo del mismísimo conde Drácula. Se trata, claro está, de una expedición ficticia: el verdadero Vlad Tepes había ejercido su gobierno casi un siglo antes (como bien saben los lectores de Drácula, la otra obra maestra de Robin Wood y Alberto Salinas que ECC ha publicado en nuestro país). Sin embargo, bienvenido sea el anacronismo si viene acompañado de historietas tan retorcidas, tenebrosas y apasionantes como Drácula o La cáscara rota.

La tercera estrategia que Wood despliega para dilatar la venganza de Dago tiene que ver con un cambio sutil en el carácter del personaje. Y es que han transcurrido más de tres décadas desde su creación. Durante ese periodo, el veneciano ha dejado de ser el vengador implacable, químicamente puro, de las primeras entregas y ha incorporado gradualmente los usos y las costumbres de un moderno caballero andante. Como Dax, como Nippur de Lagash y como muchos otros personajes del gran guionista paraguayo, Dago es un viajero infatigable que siente una predisposición invencible a complicarse en las vidas ajenas, especialmente cuando asiste a la comisión de un abuso, una humillación o una injusticia. Se trata de una metamorfosis muy conveniente, pues induce al veneciano a postergar su revancha en beneficio de terceros. Le podría permitir, incluso, seguir adelante aún en caso de saldar la deuda contraída con los asesinos de su familia. Me explico: para ser artísticamente satisfactoria, la venganza debe tener un colofón; la injusticia, en cambio, puede combatirse a perpetuidad.

Dago pertenece a esa raza de creaciones heroicas que tensan los límites de lo humano para sortear los escollos que la fatalidad pone en su camino. Las dosis de energía, astucia y coraje que emplea en superar cada nuevo obstáculo se convierten, gradualmente, en el verdadero centro de atención del lector. Este se divierte a rabiar con los giros insospechados del argumento, los detalles truculentos de la trama, su mezcla de exotismo, drama y humor y, sobre todo, con las estratagemas que despliega el protagonista para sobrevivir y ajustar, algún día, las cuentas a quienes lo traicionaron. Algún día, claro. Entretanto, Dago de Robin Wood y Alberto Salinas seguirá siendo la crónica de una venganza aplazada.

Jorge García