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Camelot 3000

Para un escritor, volver a una historia escrita años antes es un poco como volver a leer una carta antigua o un diario: ambos están llenos de alusiones y referencias a tiempos ya pasados que aún conforman el presente. Aquí estamos tratando con un personaje heroico llamado como el mejor amigo del escritor, con quien hace tiempo había perdido el contacto. Y hay una heroína llamada como una antigua novia, a quien adoró una vez, con la que ya no se habla. Y hay un villano llamado como una persona que al escritor no le gusta demasiado, pero que sin embargo, a través del velo del transcurso de los años, el escritor se da cuenta de que la trató de forma más bien injusta. Es técnicamente posible volver atrás y reelaborar una historia para eliminar todos esos excesos juveniles, como George Lucas ha hecho con sus sucesivas reediciones de las películas de Star Wars, pero yo siento que hacer tal cosa resta cierta calidad a la historia que la convirtió originalmente en algo único.

Uno se pregunta qué pensaría la primera generación de profesionales del cómic, guionistas y dibujantes, mal pagados y a menudo maltratados, que construyeron la industria, hombres como Gardner Fox, C.C. Beck, John Broome, Winslow Mortimer, Bill Finger o Bob Powell, si pudieran entrar en una tienda de cómics de hoy en día. Ellos nos regalaron todo su talento y arte historia tras historia, sabiendo en todo momento que la inmensa mayoría de su trabajo solo se vería durante un mes, y sobre un papel duro y amarillento. Uno se los puede imaginar mirando estante tras estante de enormes y brillantes libros en tapa dura que recopilan su trabajo en papeles eternos y brillantes y preguntándose si sus esfuerzos merecían tal tratamiento.

Tengo pocas dudas sobre esta colección. No porque esté convencido de la brillantez de mi escritura, sino porque la serie, casi desde su concepción, pretendía ser un escaparate de valores de producción nuevos y exclusivos.

Una vez más, no creo que se debiera a mí. Este tratamiento especial fue el resultado de una decisión interna de DC Comics para hacer de Camelot 3000 el primer título de la compañía en venderse exclusivamente a través del recién bautizado mercado directo, una red en rápida expansión de tiendas especializadas en la venta de cómics y artículos relacionados temáticamente. Esto significaba que el libro tendría algún tipo de tratamiento de formato especial para decirle a los lectores que no era para venderlo en cualquier lugar: como decía el cartel promocional, estaba “¡Disponible en una edición limitada especial!”. Para distinguirse aún más del rebaño común, Camelot 3000 también se convirtió en la primera maxiserie de cómics, un término proveniente (como gran parte del argot moderno del cómic) del mundo de la televisión.

Aunque yo siempre tuve la intención de que la historia tuviera un principio, un desarrollo y un final, en lugar de convertirse en una serie regular, se me ha de conceder poco o ningún crédito respecto a la idea de maxiserie. Cuando concebí la idea allá en la universidad (los mejores seis años de mi vida), llamé a la serie Pendragón. Sabía que había algo especial en el concepto, pero estaba indeciso sobre el medio a utilizar para realizarlo: ¿Una novela? ¿Un guion de cine? ¿Quizá para televisión? (El editor de ciencia ficción Roger Elwood expresó interés en ver una versión en novela de Pendragón, pero, a falta de un adelanto, no hice nada al respecto. Más tarde recibí el visto bueno de un editor de Marvel para meter Pendragón en una de sus revistas en blanco y negro, pero volví a dar largas hasta que despidieron al editor.)

A principios de 1980 yo trabajaba como editor para DC, y la empresa buscaba nuevos proyectos. Presenté un Pendragón reelaborado como Camelot 3000, que, tras ser rechazado y vuelto a presentar, por fin aceptaron, lo que me permitió dejar mi puesto en la oficina para convertirme a tiempo completo en guionista. El departamento de marketing de DC eligió el formato y el canal distributivo; no tuve nada que ver con eso. Sin embargo, la decisión afectó a la historia: la distribución de la serie a través exclusivamente del mercado directo en lugar del mercado tradicional del kiosco significaba no estar sujeto a la aprobación del llamado Comics Code Authority, lo que dio lugar a innovaciones tales como Sir Tristán, un personaje que no podría haber aparecido bajo el Comic Code de la época. Dicho esto, tras añadir un caballero transexual, lesbianismo, incesto y varios otros quebrantamientos del Comic Code, sentí que había sobrepasado los límites sobre lo lejos que se podía ir en aquel momento. Para lectores que lo leen por primera vez y que pudieran encontrar el contenido un tanto insulso para los estándares actuales, deberían tener en cuenta que la serie se publicó por primera vez hace 25 años y que nada envejece tan mal como los temas de rebeliones de antaño. Una vez aprobado el proyecto, el siguiente paso fue encontrar dibujante. Se ofreció el trabajo a muchos autores famosos (algunos de ellos ahora desaparecidos hace tiempo), y lo rechazaron, hasta que alguien -tal vez el editor Len Wein, quizá la por aquel entonces presidenta y editora Jenette Kahn, quizá el director editorial Joe Orlando, quizá el vicepresidente de operaciones Paul Levitz, todos los cuales firmaron la serie- sugirió a Brian Bolland, un británico con mucho talento que había tenido éxito dibujando lo que muchos percibieron como la versión definitiva del personaje británico Juez Dredd y que había comenzado a dibujar algunas historias cortas y portadas para DC.

Añadir a Brian al equipo fue una elección excelente. Como uno de los compatriotas del pro- pio rey Arturo, Brian haría acallar cualquier queja sobre que una empresa norteamericana publicara una historia sobre el mayor héroe de Gran Bretaña, mientras que su línea precisa y acreditada y su habilidad única caracterizando a los personajes serían justo lo que el libro necesitaría para aportar la seriedad necesaria, esa solemnidad que haría que los lectores se dieran cuenta de que estaban en presencia de algo único.

O eso creía yo, hasta que Brian envió un boceto de Merlín sosteniendo un pollo de goma. Yo era joven y serio por aquel entonces, e insistí en un enfoque más sobrio para el mentor de Arturo. Aun así, pronto me di cuenta de que había una agradable tensión creativa entre Brian y yo, algo que éramos capaces de explotar, en cierta medida, en beneficio de la historia.

Por supuesto, si aparece en una serie el rey Arturo, también tienen que aparecer los caballeros de la Mesa Redonda, de lo contrario Arturo no sería más que un aventurero solitario en lugar de un líder y una inspiración. Yo, en mi ingenuidad juvenil, propuse al principio un grupo de 12 caballeros, un concepto que Brian paró rápidamente con la sugerencia: “¿Qué tal seis?”. Estuve de acuerdo rápidamente tras ser consciente de la ingente cantidad de trabajo que le supondría a Brian dibujar a 12 caballeros. Reducir a la mitad el número de caballeros también posibilitó el dedicar más tiempo a cada uno de ellos y hacerlos más ricos como personajes.

A pesar de su juventud, Brian era básicamente un profesional experimentado en el momento en que asumió los lápices de Camelot 3000. Por el contrario, yo aún estaba muy verde, con solo un puñado de guiones publicados a mis espaldas. Prácticamente cada número de la serie fue una experiencia de aprendizaje para mí. Cuando empecé, yo era uno de los Grandes Chicos de la Copia, un escritor que a menudo encontraba necesario duplicar en un texto descriptivo la información dada al dibujante, o añadir una leyenda para subrayar los estados emocionales de los personajes. Pronto me di cuenta de que el material gráfico suministrado por alguien del calibre de Brian no necesitaba de tales muletas narrativas. Yyo no fui el único que aprendió de la experiencia. En muchos aspectos, Camelot 3000 fue como un primer hijo para DC, y le enseñó a la empresa valiosas lecciones que se descubrieron con el proceso demasiado avanzado como para poder aplicarlas a su primogénito, pero que serían muy útiles para los descendientes posteriores.

Un buen ejemplo de esto es el infame calendario de publicación. Como la mayoría de los cómics de la época, la serie estaba prevista como un título mensual, pero al ver el nivel de detalle de las páginas a lápiz de Brian, sugerí que deberíamos acumular números en lugar de enviarlos a imprenta de inmediato, para evitar lo que me temía serían largos retrasos entre entregas. Me ignoraron, cortesmente, sin lugar a dudas, pero igualmente me ignoraron. Además, Brian, criado en la tradición de dibujantes de cómics británicos que producen dibujos completos a lápiz y tinta, no estaba acostumbrado a trabajar con un entintador. Por desgracia, que él dibujara a lápiz y entintara el libro mensualmente y mantuviera el increíble alto nivel de calidad que se exigía a sí mismo era sencillamente imposible. (Con esto no pretendo echar por tierra el buen trabajo entregado por los entintadores Bruce Patterson, Dick Giordano y Terry Austin.) Si hubiésemos acumulado números, habría sido posible que Brian terminara a lápiz y tinta toda la serie, pero no fue así. El resultado fue, como yo me temía, largas demoras entre entregas, empezando por el número 6.

El nuevo formato de lujo de Camelot 3000 también dio inicio a una mejora general en la calidad de los anuncios en los cómics. Muchas empresas se dieron cuenta de que tenían que actualizar el material gráfico de sus anuncios para no dar un aspecto de dejadez en un proceso de impresión superior. (Incluso con un material gráfico mejor, sin embargo, los anuncios no pudieron evitar romper el ritmo narrativo, algo sobre lo que Brian improvisó algunos diálogos en una de las páginas a lápiz, como podemos ver aquí.)

Esperemos que, después de un cuarto de siglo, Camelot 3000 haya demostrado ser una obra perdurable, con características que valen la pena más allá de su interesante historia de publicación. Brian y yo trabajamos muy duro para dar a la historia una cualidad atemporal, y al hacerlo, estábamos, como dijo Sir Isaac Newton, “a hombros de gigantes”. Star Wars, antes mencionada (de la que descaradamente me apropié del término “fantasía espacial”), era una influencia, por supuesto, al igual que lo fue el trabajo de Stan Lee y Jack Kirby (envié a Stan una copia del volumen recopilatorio de 1988 y me encantó recibir una carta suya de fan, que conservo) y el musical Camelot de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, entre otros. Pero la mayor influencia, con mucho, fue el canon de la literatura artúrica clásica que se remonta a siglos atrás, y que está unida a la historia misma de una gran nación.

Desde el debut de la serie, se me ha llegado a considerar algo así como un experto en los mitos artúricos, ese conjunto de leyendas y (muy pocos) hechos que narran la época, la personalidad y el entorno del héroe conocido por generaciones como el rey Arturo. Para bien o para mal (probablemente para mal, por lo que respecta a mi posición entre los académicos), debo confesar que no es una impresión exacta. Estoy de acuerdo con el novelista Victor Canning, quien escribió en su introducción a la novela de 1976 The Crimson Chalice: “No he hecho ningún intento por ajustarme estrictamente a las líneas de la leyenda artúrica, en gran parte porque yo no creo que tenga mucha relación con la verdad. Cuál fue la verdad, nadie lo sabe. Que había una parte de verdad -aunque no hay hechos incontro- vertibles registrados en la historia sobre Arturo- es indiscutible: de lo contrario, su leyenda no habría sobrevivido para ser conocida en todo el mundo y ser reconocida como una parte imperecedera de la herencia de Gran Bretaña.”

Mi conocimiento de la mitología artúrica procede enteramente de un curso de la universidad impartido por la Dra. Sally Slocum, y gran cantidad de lecturas diversas de más fuentes de las que pueden ser fácilmente documentadas (muchas de las cuales se han perdido en el tiempo). En lugar de ver esto como un defecto, preferí considerarlo como la continuación de una gran tradición. Después de todo, las leyendas del rey Arturo no surgieron de una fuente cuidadosamente organizada y coordinada de manera uniforme. A lo largo de los siglos, los cronistas añadieron y restaron textos a los mitos como les vino en gana, manteniendo lo que les gustaba y reduciendo la importancia -o incluso eliminando- de lo que no. Una anécdota simpática obtenida de mi curso universitario fue que Winston Churchill, durante los oscuros días de la Segunda Guerra Mundial, comparó la lucha del pueblo inglés contra las fuerzas de Hitler con la lucha del rey Arturo para traer la justicia al mundo. A menudo, en leyendas como las de Arturo, uno puede encontrar exactamente lo que busca.

Por tanto, en la redacción de Camelot 3000, tomé de las leyendas precisamente aquello que podía usar e ignoré o descarté sin piedad lo que no. Mi comprensión de los mitos artúricos, por tanto, es quizá el de un profano más informado que la media, pero no más. Lo que puedo entresacar de mis notas sobre los orígenes y la historia de los mitos artúricos puede aproximadamente reducirse a lo siguiente: Que hubo un héroe británico histórico que sirvió de base para el rey Arturo Pendragón de la leyenda es algo probado más allá de cualquier duda razonable. Lo que está sujeto a la duda es su verdadero nombre y el rango en la organización militar en la que sirvió. Las raíces de la leyenda comienzan en el siglo V tras el nacimiento de Cristo, cuando la provincia ocupada por los romanos de Bretaña se vio amenazada por invasores sajones. Las tropas romanas fueron retiradas abruptamente, dejando que los indígenas se defendieran solos contra los invasores. Después de que una alianza entre los británicos y los sajones se viniera abajo, los británicos se unieron bajo un líder militar llamado Aureliano Ambrosius, de quien se dice que mató al líder de los sajones. La mayoría de entendidos sostienen que Ambrosius fue el “auténtico” rey Arturo, aunque algunos afirman que fue su segundo al mando el que sirvió como base para la creación del mítico Arturo.

La primera referencia a un guerrero llamado Arturo aparece en la crónica Gododdin alrededor del año 600, y presenta a Arturo como el estándar por el cual otros guerreros deben ser juzgados. En el año 800, el historiador Nennius, en su Historia Brittonum, llama a Arturo dux bellorum -líder en la batalla- y describe muchas de sus conquistas sobre los sajones. Más tarde, fuentes bien documentadas como los Eastern Annals, una parte de la Historical Miscellany del Museo Británico, cuentan la batalla de Camlann (¿Camelot?), en la que tanto Arturo como Tsu enemigo Medraut (Modred) mueren.

También se ha sugerido que Arturo está de alguna manera conectado con un antigua diosa-osa gala llamada Artio. Para confundir aún más el tema, algunos entendidos sostienen que el Arturo histórico puede haber provenido de una comunidad de tropas sármatas destinadas en Gran Bretaña en el año 225 d.C., y que animó a sus compañeros a luchar contra los invasores sajones, predicando con el ejemplo heroico. Se le da peso a esta teoría por la idea de que el nombre de Arturo -que plantea problemas desde el punto de vista de la derivación celta- era en realidad un título derivado del nombre del comandante inicial de los samaritanos, Lucius Artorius Castus.

Menos se sabe incluso sobre la muerte del Arturo histórico, con una fuente que dice que Arturo murió en una guerra civil desatada entre los inquietos británicos tras la derrota de los sajones. La búsqueda de la verdadera Camelot es tan fascinante y tan frustrante como la búsqueda del propio rey Arturo. A finales de 1960, los historiadores comenzaron a buscar el lugar desde el cual Arturo habría llevado a cabo sus campañas y, tal vez, lo encontraron en un sitio llamado el Castillo de Cadbury, en el sur de Inglaterra, donde se descubrie- ron fortificaciones que se remontaban a una época anterior al 470 d.C., la época de Arturo. Apesar de esta escasez de hechos -o quizá debido a ella-, el personaje del rey Arturo se apoderó fácilmente de la imaginación popular y fue rápidamente adornado con amigos, enemigos y todo tipo de acciones espectaculares, como lo han sido todos los héroes populares desde Paul Bunyan a George Washington.

Uno de los primeros registros escritos de los mitos artúricos fue un antiguo manuscrito francés dividido en tres o cuatro volúmenes y que contiene los relatos llamados Merlin, Lancelot, Gareth, Tristan, Queste del Saint Grial y Le Mort Artu. Probablemente fue este manuscrito, y tal vez otros, lo que inspiró al hombre que es el mayor responsable de la perpetuación de los mitos del rey Arturo, Sir Thomas Malory.

Malory nació alrededor de 1395 y, con el tiempo, sucedió a su padre como señor de Newbold Revel, la hacienda ancestral de la familia. Sirvió en el ejército en la época en que Juana de Arco dirigió a los franceses contra Inglaterra en la Guerra de los Cien Años, y es probable que Malory estuviera presente cuando la quemaron en la hoguera.

La vida posterior de Malory fue igualmente azarosa. A menudo tenía problemas con las autoridades -fue encarcelado por luchar con los rebeldes de Lancaster en 1462 y cumplió su condena en la infame prisión de Newgate-. Allí fue donde Malory desarrolló y escribió su obra La muerte de Arturo. Murió el 12 o el 14 de marzo de 1471, y no vio su obra publicada.

Malory de verdad creía en el espíritu de la caballería, la justicia y la aventura ejemplificados por el rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, creencia que resulta evidente para cualquiera que lea La muerte de Arturo, la obra que consolidó y popularizó el mito del rey Arturo. Fue La muerte de Arturo -o una adaptación de la misma- la que ha servido como base para todas las versiones de los mitos artúricos a día de hoy, incluyendo la novela de T.H. White, Camelot, que a su vez inspiró el musical de Lerner y Loewe. Camelot 3000 es el primer relato artúrico que nos cuenta el regreso tantas veces profetizado de Arturo, en lugar de volver a contar ha- zañas ya contadas, pero Camelot 3000 no existiría de no haber escrito Sir Thomas Malory La muerte de Arturo. Se dice que Malory se veía a sí mismo como Sir Lancelot, el caballero que recibió doble castigo por sus pecados, y, al igual que Lancelot, siempre será recordado como uno de los más fieles caballeros del rey Arturo.

El 24 de septiembre 1986 estaba con Brian Bolland en Stonehenge. El tiempo no era, lo recuerdo muy bien, ni neblinoso ni triste, sin embargo, un humor misterioso parecía invadir el día, y me sentía bastante extraño, a la vez sombrío y eufórico. Observé aquel lugar, tan a menudo relacionado con el mago Merlín, y me pareció bastante creíble no solo que el mago anduviera por ahí, sino también su soberano y antiguo aprendiz, Arturo, esperando con impaciencia el día en que tanto el rey como el mago regresarían.

Mike W. Barr

Artículo publicado originalmente como introducción de Camelot 3000. ¡Ya a la venta!